domingo 10 de noviembre de 2024 - Edición Nº2167

Soberanía | 6 jun 2024

Bases y objeto de una Ciencia Política nacional


Por:
Elio Noé Salcedo 🪶

Tras arduas luchas del pueblo argentino durante el siglo XIX y en las primeras tres cuartas partes del siglo XX, sobrevendría el plan político, económico, social y cultural de la dictadura oligárquica de 1976 que -paradójicamente para el pensamiento nacional y, consecuentemente, para el pensamiento demoliberal- concluyó en 1983 con la derrota en las urnas del peronismo y la verificación de la desaparición del pensamiento nacional histórico mayoritario que había nacido en el ’45 con el 17 de octubre y con Perón. 

 

Con el paso del tiempo -salvo contadísimas excepciones- también se verificaría la desaparición y/o desvanecimiento progresivo de las diversas vertientes y manifestaciones políticas, intelectuales, historiográficas y bibliográficas, que eran de vital importancia para revisar el pasado, entender el presente y avizorar un futuro mejor. Y junto a todo ello, desaparecería desapercibidamente la idea de que debía existir en las casas de estudios superiores una Ciencia Política nacional en el campo de las ciencias sociales

 

Algo tenía que ver en la desaparición del pensamiento nacional histórico no solo la muerte de Perón, la desaparición de las condiciones objetivas que habían dado nacimiento al movimiento nacional del ‘45 y la pérdida de esa conciencia histórica subjetiva que lo había sostenido durante los primeros diez años, durante la larga resistencia peronista e incluso hasta la muerte de Perón y las medidas nacionales tomadas todavía por su viuda antes del golpe del ’76. Había otro dato objetivo: la retención del monopolio histórico del aparato cultural por parte de ese sector minoritario que construiría su poder político y económico en lo que hoy es la Argentina a partir del usufructo exclusivo de las rentas del puerto de Buenos Aires, en el marco de un modelo agroexportador-importador, a gusto de Gran Bretaña, primero, y luego de su heredero imperial: Estados Unidos. 

 

Podríamos decir con Arturo Jauretche, a 50 años de su paso a la inmortalidad que, en lo que atañe al siglo XX y lo que va del siglo XXI, el sistema superestructural que impuso la contrarrevolución del 1955, ratificado por la de 1976 (sin solución de continuidad hasta hoy), “retiene en su poder todos los instrumentos de cultura y difusión de las ideas en su desesperado esfuerzo para mantener la inteligibilidad de la mentira”. A propósito escribía don Arturo: “La historia falsificada -en tanto la conciencia histórica determina la conciencia política- fue iniciada por combatientes que, en el mejor de los casos, no expresaron el pensamiento profundo del país; por minorías que la realidad de su momento rechazaba de su seno y que precisamente las rechazaba por su afán de imponer instituciones, modos y esquemas de importación, hijos de una concepción teórica de la sociedad en la que pesaba más el brillo deslumbrante de las ideas que los datos de la realidad; combatientes a quienes posiblemente la pasión y las reacciones personales terminaron por hacer olvidar los límites impuestos por el patriotismo, para subordinarlos a los intereses y apoyos foráneos que, éstos sí, tenían conciencia plena de los fines concretos que perseguían entre la ofuscación intelectual de sus aliados nativos”. 

 

Esa conceptualización del fenómeno político-cultural descripto, permite entrever la importancia y urgencia de construir desde la Universidad un pensamiento nacional basado en el análisis político del presente, cuya base no puede ser sino una memoria histórica profundamente nacional, tal cual lo ha entendido el pensamiento nacional y el revisionismo histórico a lo largo de nuestra historia. Ya, Juan Bautista Alberdi -un protorrevisionista de nuestra historia- sostenía: “Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuese, la historia no tendría interés ni objeto” 

 

Precisamente, a partir de establecer la estrecha relación entre la historia (la política del pasado) y la política del presente (historia del futuro) -reivindicando consecuentemente al revisionismo histórico como fundamento esencial de una Ciencia Política nacional, es que llegamos a la conclusión de que sólo la conciencia de nuestro pasado inmediato y mediato nos puede brindar las claves para la comprensión política del presente y la inteligibilidad política del futuro, que -dada la situación descripta- nos parece que deberían plasmarse en los fines, propósitos u objetivos de una Ciencia Política nacional. No deberían quedar dudas de que la realidad política como tal -no las ideas abstractas y menos las ideas ajenas o no estrictamente aplicables a nuestra realidad nacional, ni solo sus consecuencias administrativas-, deberían ser el objeto principal de la Ciencia Política, que sirva para nuestro presente y nuestro futuro y que tenga verdadero “interés y objeto” para nosotros. 

 

La Historia, un problema político, no historiográfico

 

Al fundamentar la estrecha relación entre Historia y Política y referir la versión de la historia que hemos heredado y que preside nuestros actos escolares, nuestra enseñanza primaria, secundaria y superior y nuestras teorías políticas, económicas y sociales, y aún el nombre de nuestras calles, Jauretche nos advertía en “Política nacional y Revisionismo Histórico” (1959): “No es pues un problema de historiografía sino de política”. “Aquí ha habido una sistematización sin contradicciones, perfectamente dirigida. Ha habido una sistemática de la historia… que no puede explicarse por la simple coincidencia de historiadores y difusores…”. 

 

Tampoco basta decir que la desfiguración de la historia “es el producto de la simple continuidad de una escuela histórica” (la de Mitre y Vicente Fidel López). No. “Una escuela histórica no puede organizar todo un mecanismo de la prensa, del libro, de la cátedra, de la escuela, de todos los medios de formación del pensamiento, simplemente obedeciendo al capricho del fundador. Tampoco puede reprimir y silenciar las contradicciones que se originan en su seno, y menos las versiones opuestas que surgen de los que demandan revisión. Sería pueril creerlo y sobre todo antihistórico”. En realidad, concluye Jauretche, “lo que se nos ha presentado como historia es una Política de la Historia, en que ésta (la historia falsificada, deformada o desfigurada) es sólo un instrumento de planes más vastos destinados precisamente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesaria de toda política de la Nación”. Así pues, de la necesidad de un pensamiento político nacional ha surgido la necesidad del revisionismo histórico”, para contrarrestar esa manera en que “fue posible constituir y divulgar una historia para los fines antinacionales propuestos como política de Estado”.  

 

Por eso, sostenía Jaurteche, abonando nuestra propuesta: “La política de la Nación es incompatible con esa política de la historia. Hay que rehacer la historia, para poner al descubierto cuáles son los factores que han jugado en ella. Los que han jugado hacia el cumplimiento de nuestro destino natural y lógico, y los que han jugado en contra. Descubrir el pasado es descubrir el presente”. Estudiar la historia es estudiar su consecuencia lógica: la realidad política de nuestros días. 

 

Verdad histórica, Ciencia Política y conciencia nacional

 

Marc Bloch (1886-1944), importante historiógrafo francés proponía una Nueva historia fundamentada en lo social y lo económico, con una nueva forma de acercarse a las fuentes, manifestando que “si la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”, por lo mismo, “inversamente el pasado puede comprenderse por el presente”. En ese sentido, si identificamos “la historia como la política del pasado y la política como la historia del presente” (George Winter, citado por Jauretche), podemos inducir con Bloch y con Winter no solo la estrecha relación entre historia (pasado) y política (presente), y de lo histórico con lo político, económico y social, sino valorar hasta qué punto y en qué medida, como decía el Dr. Manuel Belgrano -uno de los principales protagonistas de nuestra historia política-, “lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y provenir”, o lo que es lo mismo, cómo debe manejarse el hombre en lo político, entendiendo lo político tanto en su dimensión teórica y científica como práctica y transformadora de la sociedad. 

 

Justamente, citando a Chesterton, Jauretche sostenía que es frecuente el error de oponer la política realista a la política idealista (teórica o especulativa) como una alternativa. El error proviene –razonaba Chesterton- de confundir al político practicón (“pragmático”) con el realista, lo que es un absurdo, cuando, en verdad, “el realismo consiste en la correcta interpretación de la realidad, y la realidad es un complejo que se compone de ideal y de cosas prácticas”. Por eso mismo, Arturo Jauretche, indiscutible investigador de la verdad histórica y política en nuestro país y adelantado politólogo, sociólogo y pensador nacional, llegaba a la siguiente conclusión: “Sólo el conocimiento de la historia verdadera me ha permitido articular piezas que andaban dispersas y no formaban un todo. De tal manera (¿no deberían hacer esto los estudiantes de Ciencia Política de nuestro país y de Latinoamérica?), pensar una política nacional, sobre todo ejecutarla, requiere conocimiento de la historia verdadera que es objeto del revisionismo histórico por encima de las discrepancias ideológicas que dentro del panorama general puedan tener los historiadores”. 

 

La falsificación de la historia ha perseguido precisamente esa finalidad, argumentaba Jauretche, relacionando una vez más lo histórico con lo político: “impedir, a través de la desfiguración del pasado, que los argentinos poseamos la técnica, la aptitud para concebir y realizar una política nacional… Se ha querido que ignoremos cómo se construye una nación, y cómo se dificulta su formación auténtica, para que ignoremos cómo se la conduce, cómo se construye una política nacional de fines nacionales”. Se ha querido que ignoremos cómo se destruyó la posibilidad de una Nación para que ignoremos cómo se reconstruye. Se ha falsificado la historia, como se falsifica la diaria realidad a través de los medios de comunicación monopólicos al servicio de una política de partido o de intereses, “para que la inteligencia nacional estuviese en el Limbo mientras operaban las otras inteligencias al servicio de otra política planificada, desde luego, porque toda política nacional implica un plan”.

 

Esa política de la historia explicaría también la posición adoptada por los sectores defensores de un modelo económico en particular y la de los medios de comunicación a su servicio, como parte del aparato cultural de esos intereses, en distintos momentos de nuestra historia, con el fin de falsear la conciencia y con ello la conducta de los ciudadanos. Lo mismo ayer que hoy. Lo mismo a través de la historia que a través de los medios de comunicación, pues en tanto los medios monopólicos construyen la historia cotidiana, son así también la continuación de la política de la historia por otros medios.

 

En lugar de enseñar a pensar con la mente e ideas aparentemente “universales”, nuestros académicos deberían enseñar a pensar a sus estudiantes con la cabeza y las ideas propias, cuyos ricos antecedentes se encuentran en el pensamiento nacional histórico, dejando de estudiar, de entender o de entender mal lo que otros quieren que entendamos, o que no entendamos nunca de nuestra propia realidad histórica y política.

 

Sin estudio de la realidad no hay ciencia que valga

 

Hasta hoy, en las Universidades y en la mayoría de los centros educativos del país, tanto el pensamiento como los pensadores nacionales han resultado desconocidos, superficialmente conocidos o directamente marginales, y eso, simplemente por no pertenecer o no provenir de los centros del poder político, económico y también científico y cultural mundial, centros de irradiación científica y cultural, pero también ideológica, a los que la Ciencia Histórica y la Ciencia Política -que son o deberían ser ciencias vernáculas por naturaleza-, les prestan demasiada atención y le dedican demasiado tiempo, creando una brecha insalvable entre lo científico y lo real, entre realidades ya estudiadas por los cientistas de esos centros de poder mundial y la propia realidad que debería ser estudiada por nuestros cientistas locales.

 

Cae de maduro también que el objeto de estudio de la historia y de la política argentina y latinoamericana no es de incumbencia de esos cientistas foráneos sino de nosotros, y que ellos seguramente no podrán estudiar como nosotros ni por nosotros. Resulta también prácticamente indiscutible, que tampoco podremos estudiar, conocer y sobre todo entender nuestros fenómenos históricos y políticos nacionales con las categorías y conceptos científicos creados por aquellos para estudiar su propia realidad, en el marco de una realidad determinada por otras causales y circunstancias y, por lo tanto, con otro objeto de estudio distinto al nuestro. Deberíamos tener en cuenta, sobre todo en las ciencias sociales, que si el sujeto de investigación inexorablemente forma parte del objeto de estudio, en el mismo sentido, el método y las categorías de estudio de una disciplina deben adecuarse y están determinados por la realidad estudiada. Es en ese sentido que teorías de gran valor universal, como señala el Dr. Roberto Ferrero (historiador y pensador nacional), han resultado inútiles o estériles a la hora de tratar de interpretar nuestra realidad con sus métodos y presupuestos.

 

Verdad histórica y política nacional

 

En todo caso, y no es éste un detalle menor como criterio democrático de fondo, se trata de la verdad de una mayoría a través de generaciones sucesivas. Lo contrario sería pensar en la legitimidad de un “apartheid” académico, donde los que hacen la historia –las mayorías nacionales fundamentales (no coyunturales)- están excluidas de su interpretación, tal como intentó hacer el “mitrismo histórico” o la historia oficial. Y deberíamos tener en cuenta con Jauretche, que “lo nacional está presente exclusivamente cuando está presente el pueblo, y la recíproca: sólo está presente el pueblo cuando está presente lo nacional”. De esa manera, “la verdad histórica es el antecedente de cualquier política que se defina como nacional, y todas tendrán que coincidir en la necesaria destrucción de la falsificación que ha impedido que nuestra política existiera como cosa propia, como creación propia para un destino propio”. De allí la necesidad de recurrir al revisionismo histórico como base de los estudios políticos nacionales y de revisar la historia como método (“camino”) fundamental para encontrar los fundamentos y bases de una política y de una ciencia política nacional.

 

“Véase entonces –decía Jauretche en “Política Nacional y Revisionismo Histórico”- la importancia política del conocimiento de una historia auténtica; sin ella no es posible el conocimiento del presente, y el desconocimiento del presente lleva implícita la imposibilidad de calcular el futuro, porque el hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será, que no por confuso es inaccesible e inaprensible”. Haciendo cuentas, el resultado ha sido:  Falsificación de la Historia + Desconocimiento de la Verdadera Historia (Política de la Historia) = Impedimento de una Política de la Nación + Ciencia Política Abstracta = Nación Inconclusa. 

 

Como diría Germán Arciniegas en “El estudiante de la Mesa Redonda”, cuando está en juego el modelo de Nación que queremos, no sería en vano discutir en nuestras cátedras de Ciencias Política y Sociales sobre nuestros políticos, pensadores y filósofos del pasado como Belgrano, Moreno, Rivadavia o Monteagudo; Artigas, San Martín y Bolívar; los caudillos del interior provinciano; Rosas, Urquiza, Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca; Yrigoyen, Uriburu, Justo, la “década infame”, la “revolución de 1943”, el 17 de octubre, Perón, la “revolución libertadora”; la resistencia peronista, el Cordobazo, el tercer gobierno de Perón, su muerte y la caída del tercer gobierno peronista; sin omitir la historia y el pensamiento nacional desde nuestros orígenes, antes de entrar en la historia y la política contemporánea, para no dejar ese vacío histórico, político y científico que queda (desde las ciencias sociales), al no conocer ni abordar como corresponde nuestra historia pasada mediata e inmediata.

 

Como preveía Alfredo Terzaga -pensador nacional, político e historiador de Córdoba-, adquirir, en principio, el conocimiento y el interés necesario para que nuestra verdad histórica asuma “el carácter de una preocupación científica”, en el sentido no solo de un conocimiento “especulativo” (teórico), sino además “en el sentido de un conocimiento para la acción, de un acicate para la plenitud vivencial del presente” (F. Nietzsche), es decir como Ciencia Política en su dimensión tanto teórica como práctica, y no sujeta o limitada a una cuestión abstracta, solo especulativa o meramente administrativa.

 

Educación y Ciencia Política

 

Toda Ciencia Política que no parta del estudio de los conflictos de fuerzas, intereses, causas, medios, fines y consecuencias (al menos podemos inducir esa hipótesis) no puede ser la base de una Política Nacional. Y si la Ciencia Política no puede ser la base de una Política Nacional (con cualquier método que sea útil a tal fin) -tal como se preguntarían Alberdi, Jauretche y el pensamiento histórico nacional: ¿Para qué sirve la Ciencia Política?

 

Y para ello, no vale esconderse detrás de la pretendida objetividad de lo académico. “La objetividad no es neutral”, nos prevenía Denis Conles, a la sazón prologuista de uno de los libros de Alfredo Terzaga. “Lo neutral es ajeno a la realidad, no la comprende y, en última instancia, no le interesa. De la neutralidad es imposible explicar ningún hecho humano. La Objetividad, en cambio, observa a la realidad y busca en ella la verdad. Claro que esta búsqueda sólo puede ser fructífera a condición de no falsear la realidad que se observa. Pero esto exige, a su vez, no sólo la disciplina del mirar, sino también la disciplina del pensar”. Pues, “para encontrar la verdad –como dijo alguna vez Hegel- se requiere la audacia de equivocarse”. “Y esta audacia –concluía Conles- es la que le falta a los neutrales”.

 

Hasta aquí, el revisionismo histórico y la política se han abierto paso sin la Universidad y a pesar de la Universidad; o como decía don Arturo, “le ha permitido encarnarse en la conciencia pública y hacerse ya opinión del país sin necesidad de universidad, escuela, prensa y contra ellas”. Ahora bien, ¿para qué querría un país tener una Universidad que no responda a sus más caros intereses, necesidades y utilidades?

 

Si reparamos en el papel que debe cumplir la Universidad Pública, financiada por el presupuesto nacional, es decir por la inversión y los ahorros del pueblo, uno de cuyos fines es “la formación de un hombre comprometido con el ser nacional y con su realidad local y regional”, no deberíamos dudar sobre la necesidad de darle un lugar a nuestra historia, y sobre todo al revisionismo histórico en el estudio de la realidad (se trate de la realidad pasada, presente o por venir), objeto de estudio que no puede estar ausente en el desarrollo de la Ciencia Política, cuyas incumbencias actuales no se contradicen con ello. 

 

Si es verdad que la historia es "maestra de la vida", como dijo Cicerón, o "madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir", como escribió Cervantes, entonces, vale la pena estudiar o investigar nuestro pasado político para no repetir los errores que llevaron a tantas frustraciones como Nación. Sentar las bases de una Ciencia Política basada en la Revisión de la Historia o, lo que es lo mismo, en el Conocimiento de la Historia Verdadera, debido precisamente a la íntima vinculación entre lo Histórico y lo Político, es el objetivo principal de esta propuesta, no por mera especulación teórica, académica o intelectual, sino porque estamos obligados a entender el presente para poder realizarnos definitivamente como Nación. ¿Para qué podría o debería servir la Ciencia Política sino para permitirnos pensar y ejecutar una política nacional de manera óptima?, así como las ciencias naturales sirven para mejorar la vida del hombre en la tierra. Esa es la justificación del estudio profundo de nuestra historia.   

 

Así como no hay Política sin Historia, tampoco puede haber Ciencia Política sin Ciencia Histórica. Cobra así sentido ese sencillo aforismo de Jauretche: “Lo de ahora no se puede resolver sin primero entender lo de antes”. Ello equivale a decir: la Conciencia Histórica es un prerrequisito de la Conciencia Política, así como la Conciencia Política resulta un requisito esencial de la Conciencia Nacional, definida ésta como la cosmovisión que, desde un lugar determinado tenemos del mundo y de nuestra propia Nación –esa que proyectaron los padres de la Patria-, por ahora irrealizada e inconclusa. 

 

Para eso nos hacen falta la Historia, la Política y la Ciencia (Universidad y sociedad), en estrecho, aprovechable y enriquecedor contacto. 

 

Elio Noé Salcedo

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