lunes 28 de abril de 2025 - Edición Nº2336

Análisis | 19 mar 2025

“Inversiones” ¿o invasiones extranjeras?


Por:
Elio Noé Salcedo 🪶

Carlos Montenegro, uno de los fundadores e inspiradores del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de Bolivia en la década de 1950 -expresión de los Movimientos Nacionales revolucionarios que tuvieron lugar en la década del ‘40 y ‘50 en Latinoamérica-, escribió un libro que, dado el retroceso argentino y de toda América Latina, nos sirve hoy para entender las desventuras de nuestra economía y los retrocesos de nuestra vida histórica.

 

En efecto, en este caso no se trata de un intelectual trasnochado de una ciudad cosmopolita sino alguien que ha nacido y vivido nada más ni nada menos que en Bolivia, país que conoce más que ningún otro país latinoamericano y antes que nadie lo que es la “inversión” extranjera en la explotación de los recursos naturales de su territorio.

 

En “Las inversiones extranjeras en América Latina” (1952), que Editorial Coyoacán publicó en 1962 entre otros notables títulos y autores, Montenegro revisa las razones que tiene el capital extranjero con la finalidad y propósito de introducir sus fauces (negocios, intereses y dominio) en los países de América Latina.

 

Aunque hay que aclarar, que no siempre esos capitales son del todo “extranjeros”, sino que muchas veces o la mayoría de las veces, de una forma u otra, los capitales “invertidos” son proveídos directa o indirectamente por nuestros propios países (créditos de la banca local; préstamos de la banca extranjera que paga el país donde recaen esas “inversiones”; exenciones de impuestos o deducciones impositivas a veces totales, etc.).

 

Sabemos que Potosí, en Bolivia, fue un importante centro económico hispanoamericano, caracterizado por la explotación de sus minas y una vida económica muy activa y por darle respaldo y nombre a la moneda de su época durante la época colonial.

 

En los años 20 del siglo homónimo, siendo todavía un importante centro minero latinoamericano, sufrió la explotación de las “dinastías estañeras de Patiño y Aramayo”. Dichos patrones nativos del mineral en Bolivia, en 1922, temerosos de ciertas medidas fiscales que podían llegar hasta la enajenación de sus concesiones, recurrieron a una ficción legal para convertir sus empresas nacionales en firmas de capital extranjero, y así “la casa Simón I. Patiño se transformó en Patiño Mines Enterprise Ltd con sede en Nueva York, y la de Aramayo tomó radicación en Suiza”. Como hemos analizado en otro texto, las burguesías industriales de nuestros países semicoloniales terminan asociándose o entregándose al capital extranjero para mantener sus privilegios o prebendas.

 

En el caso que comentamos, además de adoptar otra nacionalidad, el capital minero extranjero, ya dueño de la situación, importó ingenieros, capataces, contadores y gerentes norteamericanos e ingleses, iniciando una época impune de matanzas en masa de trabajadores mineros bolivianos (1923, 1940, 1942 y 1951) que simplemente reclamaban por mejor salario y se quejaban por la intensificación del trabajo y la mayor explotación en manos del capital extranjero. La revolución nacional y popular de 1952, con apoyo del ejército, terminaría con dicha explotación y represión criminal e iniciaría una nueva era para Bolivia, nunca exenta, como los demás países de Nuestra América, de la intromisión perniciosa del capital extranjero.

 

La aparición del fenómeno imperialista

 

Entre 1888 y 1898 -refiere Carlos Montenegro- la humanidad civilizada comenzó a disfrutar de comodidades y holgura como prueba de que el mundo producía gran cantidad de alimentos y artículos destinados a hacer el bienestar y la felicidad de los hombres”.

 

En los mercados mundiales -ejemplificaba Montenegro- los productos agrícolas se abarrotaban, determinando una excepcional baratura de precios… Para el año 1910, la civilización estaba materialmente abastecida de todo lo que necesitaba para que las poblaciones europeas y norteamericanas se sintieran realmente felices”.  

 

Todo hubiera ido muy bien -de hecho, algunos le llamarían a aquel período histórico “la bella época”-, si al mismo tiempo, a fines del siglo XIX y principios del XX, no hubiera comenzado a desarrollarse un fenómeno que se conocería con el nombre genuino de “imperialismo”. Dicho fenómeno y su importancia mundial atraerían la atención de reconocidos autores en obras como la del economista inglés J. A. Jobson (“El imperialismo”, 1902, obra aparecida en Londres y Nueva York al mismo tiempo), con una descripción detallada de las “particularidades económicas y políticas fundamentales de este fenómeno; la obra de Rudolf Hilferding (“El capital financiero”, 1910, publicada en Viena) sobre la “fase moderna de desarrollo del capitalismo”; y la de Valdimir Ilich Lenin (“El imperialismo, fase superior del capitalismo”, 1917, publicada en forma de folleto en Petrogrado), que definía al imperialismo como “la fase monopolista del capitalismo”, caracterizado en su doble función: como “capital bancario de algunos grandes bancos monopolistas fundido con el capital de los grupos monopolistas de industriales” (capital financiero hoy hegemónico y meramente especulativo en detrimento del capital industrial o productivo), y a su vez, como “la política colonial de dominación monopolista de los territorios del globo, enteramente repartido”.  

 

Pues bien, desde el nacimiento del imperialismo al final del siglo XIX y principios del XX dejó de existir la competencia capitalista de iguales y ella fue reemplazada definitivamente por el poder de los monopolios que habían comenzado a crecer en su propio país antes de tener la necesidad de expandirse para introducir en otros países sus excedentes monetarios o financieros (como antes lo había hecho el capitalismo industrial con sus excedentes de manufacturas).

 

La desigualdad que surgió no se expresó solo a nivel interno de los países desarrollados entre monopolios y empresas particulares y entre empresarios poderosos y asalariados (burguesía vs. proletariado) sino también y fundamentalmente, entre los países industrializados, dueños de una creciente oferta de productos manufacturados y acumulación de capital financiero (moneda), y los países no industrializados, con pocas industrias o carentes de industria y de manufacturas producidas en su suelo (por el avasallamiento anterior del capitalismo industrial de los países centrales) y sin capital financiero acumulado, aunque repletos de recursos naturales y potencialidades.

 

No se trataba aquí del enfrentamiento entre burguesía y proletariado como dentro de los países industrializados, sino del enfrentamiento de los países dominantes con los países dominados, que habían desperdiciado sus recursos y potencialidades para desarrollarse autónomamente, cuyas economías habían sido sofocadas por los intereses extranjeros hegemónicos, o, en su defecto, sucumbido por la conjunción de ambos factores, prevaleciendo los fines de dominación política y económica por parte del país imperialista.

 

Esa hegemonía o prevalencia del país imperialista se producía en forma directa a través de la invasión momentánea de sus ejércitos (en este caso de Estados Unidos), como en el caso de Cuba (a fines del siglo XIX) o antes de México (con la sustracción de gran parte de su territorio), o ya en el siglo XX, de Panamá (separación de Colombia y entrega del canal bioceánico), República Dominicana, Honduras, Nicaragua, Haití, y en el caso más grave, con la anexión de Puerto Rico. El caso de Malvinas es un caso atípico de invasión previa a la imposición de las condiciones económicas y financieras oprobiosas, como sucede en el presente.

 

Muchas otras veces también, dicha invasión fue en forma indirecta, a través de la diplomacia, los mecanismos económicos y financieros dominados por el país imperialista (deuda externa, concesiones, términos de intercambio, leyes favorables, coimas, etc.) y el dominio de la cultura, facilitadora ésta de la colonización mental de la “intelligentzia”, primero, y después más ampliamente -a través de los medios de comunicación- de la propia población nativa.

 

Las inversiones extranjeras

 

En los países industrializados o en rápida vía de industrialización, explica Montenegro, “el continuo crecimiento de los caudales monetarios que se concentran en las industrias y la especulación (financiera) a través de la bolsa y los institutos bancarios, ofrece una gruesa disponibilidad de fondos para la inversión fuera del país”, por lo que “la exportación de capitales de las naciones con un marcado progreso industrial como Inglaterra, Alemania, Francia y Estados Unidos buscaba así medios de emplear sus sobrantes de dinero, inaprovechables en el propio suelo”. De ese modo, “el capital exterior” sale de su nación de origen “cuando ya no tiene cabida en ella, y busca otro campo de actividad en suelo extranjero, pues no puede permanecer en el propio, sin convertirse en factor de perturbación y aun de entorpecimiento para el desarrollo de las finanzas locales”, perturbando y desequilibrando a los países que invade con sus “inversiones”.

 

Como se ve, no es por filantropía o ninguna causa humanitaria que el capital o las “inversiones extranjeras” -en la Era del imperialismo y de los monopolios-, vienen a nuestros países. Tampoco por algunas facilidades y ganancias. Por el contrario, en las condiciones actuales de su desarrollo y a la vez decadencia del capitalismo, vienen por todo.

 

Como ya decía Montenegro en 1952, que de eso sabía también bastante, “el capital extranjero vino a América Latina, teniendo por mira principal e inequívoca la explotación de las riquezas naturales” y también “los servicios públicos, los créditos, el comercio y las industrias de las naciones latinoamericanas”, aparte de la máxima ganancia posible. Sin ese “móvil concreto”, y sin tal “interés directo ni habría venido ni tendría por qué venir”.

 

En ese sentido, la historia del llamado “capital extranjero” o de las supuestas “inversiones extranjeras” en América Latina, por lo que ya sabemos y experimentamos, no demuestran que hayan producido nuestro desarrollo o adelanto a la par de los países de donde salen esos supuestos “inversores”, ni que hayan acabado con la pobreza ni nuestro atraso económico y tecnológico.

 

Por el contrario, dicha historia desmiente las “explicaciones que pretenden justificar su penetración y sus privilegios atribuyéndole el don de proporcionar confort, bienestar y progreso o civilización a los pueblos”, y descubre que tales explicaciones son “simples recursos de la propaganda para situarlo en un ambiente de simpatía y expectativa optimista, ambiente en el cual le resulta fácil cumplir su finalidad suprema, que consiste en obtener los mayores rendimientos posibles de su inversión”, últimamente a cambio de nada.

 

Quien se proponga el conocimiento de los hechos económicos en América Latina vinculados con las inversiones foráneas -nos advierte Montenegro-, no puede sin embargo recaer en éste y en otros engaños, elaborados precisamente para encubrir la inconfundible naturaleza verdadera del dinero exterior, así como su rol de instrumento de lucro, explotación y dominio extranjero”.

 

Función en servicio de intereses financieros

 

En una de sus memorables páginas, y por absoluta experiencia propia, Carlos Montenegro advierte sobre el efecto más importante del capital extranjero, cual una verdadera invasión: “la sofocación, primero, y luego el aniquilamiento de los sistemas productivos del país al cual llega”. En definitiva, uno de los fines principales del capital foráneo es conquistar el mercado o el país a donde actúa, “quitando oportunidades de actuar y producir riquezas al capital nativo”, nada más ni nada menos.

 

En efecto, “la inversión extranjera -el actual capitalismo financiero y salvaje- carece de todo interés en el país que le toca desenvolverse… inherente a su existencia, a sus funciones y a sus móviles”. Si por una parte “obedece a la política y las orientaciones de la nación de la cual procede (hoy bajo el poder de las corporaciones financieras supranacionales)”, el capital extranjero “se desenvuelve invariablemente en sentido no solo favorable sino contrario a los intereses locales”, verificándose que “las inversiones extranjeras en América Latina no quedan en América Latina, sino que van al país (o a la corporación internacional particular) de donde vinieron”, y solamente es útil a los países “invadidos” “mientras produzca rendimiento a los inversores extranjeros”. 

 

En definitiva, nada que tenga que ver con la inversión extranjera “pertenece ni a los pueblos ni a los capitales latinoamericanos” sino al propio capital e inversor extranjero exclusivamente, dejando tras su paso el mismo atraso y pobreza anterior a su llegada y ningún beneficio futuro.

 

Ciertamente, el capital exterior -hoy mero capital financiero- está incentivado por la mayor ganancia y lucro (y ha perdido todos los límites en ese sentido), o por la absoluta facilidad -entrega lisa y llana- del negocio a financiar, sin necesidad de mayores derrames (todas las facilidades y todas las ganancias para sí), en tanto solo busca el negocio meramente financiero / bursátil -la bicicleta financiera- que es el que le otorga mayor y fácil ganancia, objetivo primordial del capital imperialista, monopólico y minoritario de esta época.

 

Donde se produce alguna resistencia u oposición, la coima, el soborno o el “vuelto” lo terminan haciendo más factible, sin que haya una verdadera conciencia nacional que lo rechace ampliamente, como sucede hoy en la Argentina.

 

Asimismo, se ignora por parte de las propias víctimas de semejante estafa encubierta -por falta de conciencia nacional también-, que los países cuentan tanto con capitales propios y recursos propios como para encarar su propio desarrollo, asociándose con países hermanos y/o con quienes más les convenga.

 

En verdad, el capital o las “inversiones extranjeras” nunca van espontáneamente a un país atrasado, y de ninguna manera a un país empobrecido si no ven la ventaja y la ganancia que va en ello. Ellos trabajan para ellos, no para nosotros, al contrario del cipayaje nativo, que no trabaja para nosotros sino para ellos, a cuyos negocios e intereses se asocian, siempre como socios menores, intermediarios o simples lacayos. Debemos tomar nota de ello si no queremos volver a los tiempos coloniales, esta vez sin ningún futuro individual o colectivo exitoso por delante.

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