viernes 05 de diciembre de 2025 - Edición Nº2557

Análisis | 2 dic 2025

San Jorge: la ofensiva megaminera que amenaza la soberanía del agua en Mendoza.


Por:
Lic. Diego Encinas.

El proyecto minero San Jorge, impulsado por el gobieno provincial mendocino y el gobienro nacional, en Uspallata, no puede ser entendido como una simple propuesta empresarial inscrita sin más en el mapa productivo de Mendoza, sino como el intento de instalar una mina metalífera a cielo abierto, de gran escala, en la cabecera de la cuenca del río Mendoza, es decir, precisamente en el corazón de un sistema hídrico del que depende la reproducción misma de la vida social en una provincia atravesada por una crisis hídrica prolongada y cuya propia existencia como sociedad organizada se sostiene sobre un delicado y secular proceso de construcción de un oasis en el desierto a partir del agua. Analizar con seriedad esta iniciativa supone, por una parte, someter a examen sus déficits y, por otra, comprender la amplitud de lo que está en juego en términos de salud, vida, culturas originarias, clases populares, soberanía y futuro colectivo.

 

En términos estrictos, San Jorge es un yacimiento de cobre con oro asociado, de tipo pórfido, con leyes medias o relativamente bajas, lo que implica que el metal se encuentra diseminado en grandes volúmenes de roca y que, en consecuencia, la única manera de volver económicamente rentable su explotación consiste en un esquema de mina a cielo abierto basado en la remoción masiva de material, su molienda fina y la posterior concentración mediante procesos de flotación. Este tipo de configuración tecnológica supone dinamitar y triturar millones de toneladas de roca en plena montaña, consumir volúmenes enormes de agua en un contexto estructuralmente árido y utilizar reactivos químicos específicos, entre ellos xantatos como colectores de minerales sulfurados de cobre. La propia documentación técnica del proyecto explicita este dispositivo: un gran rajo, pilas de estériles, diques de colas, una planta de trituración, molienda y flotación, componiendo un entramado de intervenciones intensivas sobre el territorio de montaña.

 

Allí se ubica un primer problema estructural que no puede ser soslayado: el proyecto se asienta en una de las zonas más sensibles de la hidrología provincial, la alta cuenca del río Mendoza, en un territorio de nieves y glaciares que alimentan el sistema de riego y el abastecimiento de agua potable de buena parte del oasis norte. Mendoza no es una provincia “con agua” en sentido espontáneo, sino una provincia de tierras secas que ha erigido un oasis artificial mediante una compleja red de canales, acequias, diques y compuertas. En este marco, cualquier actividad de alto consumo hídrico y alto potencial contaminante instalada en la cabecera de la cuenca desplaza el riesgo hacia millones de personas situadas aguas abajo. No se trata de un temor abstracto o de una exageración retórica: la minería de pórfidos de cobre genera, en todo el mundo, volúmenes gigantescos de colas con metales potencialmente móviles y reactivos residuales que demandan contención y control durante décadas. La experiencia internacional da cuenta de la realidad de fallas en diques de colas, drenajes ácidos y filtraciones, es decir, de un conjunto de riesgos que son concretos y recurrentes, no meramente teóricos.

 

Los informes críticos elaborados en torno al proyecto, a partir del análisis de los datos contenidos en su propio Estudio de Impacto Ambiental, ponen en evidencia debilidades graves. La estimación de las emisiones gaseosas derivadas del uso de xantatos arroja valores potenciales de compuestos como el disulfuro de carbono que superan ampliamente los límites fijados por la legislación de residuos peligrosos. El manejo de las colas y la estabilidad a largo plazo de los diques no se evalúan con la profundidad requerida en un horizonte temporal de varias décadas, que es precisamente el horizonte pertinente cuando se trabaja con relaves finos, saturados de agua y químicos, emplazados en altura. La hidrogeología de la zona, con acuíferos de recarga y descarga que articulan montaña, piedemonte y planicies, no aparece analizada de manera integral, y las posibles vías de migración de contaminantes hacia sectores como Lavalle y otras áreas de la cuenca baja se abordan de modo fragmentario. La reiterada promesa de “mitigar todo impacto” se sostiene sobre una confianza tecnocrática que desconoce una verdad incómoda: ninguna ingeniería puede garantizar riesgo cero cuando convergen minería masiva, químicos tóxicos, estructuras de contención de dimensiones gigantescas y un ciclo vital que involucra varias generaciones.

 

A esta configuración se superpone la crisis hídrica que atraviesa la provincia desde hace más de una década. Los caudales de los principales ríos mendocinos se han mantenido sostenidamente por debajo de sus promedios históricos durante largos períodos, con temporadas calificadas como críticas o extremas por los propios organismos técnicos.

Incluso en años recientes con mejores nevadas, los especialistas subrayan que se trata de alivios coyunturales en el marco de una tendencia más amplia, marcada por mayor variabilidad y reducción de los aportes hídricos vinculada al cambio climático. En este escenario, incorporar un uso industrial intensivo de agua en la cabecera de la cuenca del río Mendoza, destinado a la extracción de un recurso no renovable como el cobre, mayormente orientado a la exportación, implica agravar una situación ya de por sí límite. Mientras se demanda a la población que reduzca consumos y cuide cada gota, se habilita a una corporación a disponer de volúmenes inmensos de agua dulce en la montaña, desplazando el costo ecológico y social hacia las mayorías que habitan aguas abajo.

 

El debate sobre San Jorge no puede desligarse del legado histórico y cultural que hace posible la vida en la provincia. Mucho antes de la conformación del Estado provincial y de la expansión de la vitivinicultura, los pueblos huarpes desarrollaron formas de manejo del agua, del suelo y de la vegetación que permitieron habitar estas tierras áridas, construyendo canales, aprovechando humedales y diseñando paisajes productivos adaptados a la escasez. Ese saber fue en buena medida despojado, invisibilizado y apropiado durante los procesos de colonización y de construcción del “oasis europeo”, pero persiste en la memoria y en las prácticas de comunidades que hoy reclaman reconocimiento territorial e histórico. Sobre ese sustrato se apoyaron luego los pioneros mendocinos que, a lo largo de más de un siglo, levantaron un oasis en el desierto, organizaron consorcios de riego, diseñaron una institucionalidad hídrica singular, plantaron viñedos y frutales, trazaron acequias urbanas que hoy forman parte constitutiva de la identidad de la ciudad. El agua, en Mendoza, no es un mero recurso económico; es el hilo que enlaza la cultura huarpe, la ingeniería criolla y la vida cotidiana de millones de personas.

 

El proyecto San Jorge se sitúa en tensión directa con ese legado en varios planos. En el plano material, introduce un riesgo adicional sobre la calidad y la disponibilidad del agua de la que depende el oasis. En el plano simbólico, propone reescribir la montaña y la cuenca como una simple “reserva de cobre”, subordinando la larga historia del cuidado y la administración del agua a un ciclo extractivo breve, gobernado por la lógica del precio internacional de un metal. En el plano político, desplaza el centro de decisión desde las comunidades que han defendido su territorio y su agua hacia una corporación externa, articulada con intereses financieros globales que responden a racionalidades ajenas al territorio.

 

En este contexto, la defensa del agua, de la salud y de la vida aparece como una defensa concreta de las clases populares que habitan aguas abajo. Quienes residen en barrios populares, en zonas rurales, en pequeños pueblos del oasis, no disponen de la opción de “irse” si algo sale mal. No tienen la capacidad de construir pozos profundos privados, ni de comprar agua embotellada a gran escala, ni de trasladar sus emprendimientos a otras regiones. Son quienes dependen de la red pública de agua potable, de la acequia que riega la pequeña chacra, del río que sostiene el humedal cercano. En cambio, los beneficios económicos del proyecto se concentran en un puñado de actores: la empresa que extrae el mineral, sus socios financieros y, en menor medida, algunos sectores de servicios. A las mayorías se les promete empleo que, en la práctica, será limitado en cantidad y duración y estará marcado por la dependencia de una actividad temporal. Se reproduce así la vieja ecuación del extractivismo: socialización de los riesgos, privatización de las ganancias.

 

Desde la perspectiva de la salud pública, la prudencia se convierte en un imperativo ineludible. El uso de xantatos y otros reactivos en la flotación de minerales sulfurados conlleva la generación potencial de compuestos tóxicos que, en caso de liberarse al ambiente, pueden afectar sistemas respiratorios, neurológicos y ecosistemas acuáticos. El drenaje ácido de roca, producto de la oxidación de sulfuros expuestos al aire y al agua, puede movilizar metales pesados durante décadas, incluso después del cierre de la mina. La eventual contaminación de cursos superficiales o de acuíferos no distingue entre clases sociales, pero golpea con mayor violencia a quienes dependen directamente del agua local y no pueden costear alternativas. En este punto, el principio precautorio deja de ser una consigna retórica para convertirse en una exigencia ética mínima: cuando los daños potenciales pueden ser graves e irreversibles y cuando existen incertidumbres significativas, la opción razonable no es avanzar sino abstenerse.

 

El proyecto, además, atenta contra la soberanía nacional. En apariencia, se presenta como una inversión privada que “trae dólares” y “pone a Mendoza en el mapa del cobre”. En los hechos, implica ceder durante años la explotación de un recurso mineral no renovable a una corporación que, después de un período de extracción intensiva, dejará un territorio transformado, pasivos ambientales de larga duración y una provincia aún más vulnerable a la crisis hídrica y climática. La mayor parte del valor generado se realiza fuera del territorio: el concentrado de cobre con oro recorrerá miles de kilómetros hasta fundiciones y mercados globales, mientras las comunidades locales quedan reducidas a meras zonas de paso. Defender la soberanía, en este contexto, no se reduce a agitar consignas vacías, sino a preguntarse si es racional que un país entregue el control de sus bienes comunes estratégicos a cadenas de valor que no domina, organizadas en función de intereses externos, hipotecando su capacidad de decisión futura.

 

Frente a este panorama, la alternativa debe consistir en un rechazo del proyecto, y en una defensa firme de modelos de desarrollo sostenible, compatibles con los límites ecológicos del territorio y con los derechos de las generaciones venideras. Sostenible, en este caso, no es una palabra de moda, sino una condición material estricta: supone reconocer que en una provincia con crisis hídrica estructural la prioridad debe ser garantizar agua segura y suficiente para la población, para la agricultura y para actividades económicas de menor impacto, antes que habilitar proyectos que consumen y ponen en riesgo grandes volúmenes de agua con el fin de extraer minerales que no se regeneran. Supone apostar por economías que cuiden la base ecológica: una agricultura diversificada y agroecológica, una vitivinicultura de calidad con uso racional del agua, un turismo de montaña y cultural, y formas industriales de bajo impacto articuladas con la matriz productiva existente. Supone, sobre todo, comprender que el verdadero progreso no se mide únicamente en toneladas exportadas, sino en la capacidad de un pueblo de seguir habitando dignamente su territorio.

 

La megaminería metalífera que propone San Jorge se apoya en una determinada ontología de la naturaleza, en la cual la montaña se reduce a una reserva de minerales, el agua se convierte en un simple insumo, los territorios se reconfiguran como plataformas de inversión y las comunidades se conciben como “entornos” a gestionar. Es una visión que reduce lo viviente a stock, lo común a recurso y la historia a mero contexto. Frente a esa reducción, la experiencia mendocina ofrece otra comprensión del mundo: la montaña como fuente de aguas que sostienen la vida, el río como vínculo entre pasado y futuro, el agua como bien común que no pertenece a una empresa ni siquiera a una sola generación, sino a una comunidad ampliada de vivos y por venir. En esa clave, aceptar San Jorge equivale a aceptar que el precio del cobre en el mercado mundial pesa más que el derecho de un pueblo a cuidar su territorio y el legado de quienes construyeron, gota a gota, un oasis en el desierto.

 

La pregunta de fondo, entonces, no se limita a indagar si el Estudio de Impacto Ambiental está técnicamente bien realizado o si la ingeniería propuesta es suficiente. La pregunta decisiva es qué tipo de comunidad queremos ser: una comunidad que consiente la transformación de su cordillera en cantera a cielo abierto, confiando en que la tecnología resolverá después los daños, o una comunidad que reconoce la existencia de límites que no está dispuesta a cruzar precisamente porque valora el agua, la salud, la vida y el futuro por encima de una renta extractiva efímera. Defender el agua y rechazar el proyecto San Jorge no constituye un gesto irracional ni una postura “anti-desarrollo”; es un acto de responsabilidad histórica, un compromiso con las clases populares que viven y vivirán en este territorio y una afirmación de que la verdadera modernidad consiste en saber decir no cuando el precio de lo ofrecido es, literalmente, la posibilidad misma de seguir habitando este lugar.

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