
Soberanía | 28 mar 2025
Roca y Bayer: la nación real y la utopía progresista
Gustavo Matías Terzaga ✍️
En los últimos años, o décadas, la figura del general Julio Argentino Roca ha sido objeto de un sistemático proceso de demonización por parte de ciertos sectores que, amparados en una visión moralizante del pasado —más próxima al catecismo de sacristía progresista que al análisis político riguroso—, han pretendido reducir su protagonismo histórico a una caricatura del autoritarismo oligárquico.
Bajo el pretexto de cuestionar la consolidación de un modelo económico agroexportador y dependiente —crítica legítima si se realiza con seriedad a un liberal nacional y no desde el púlpito de una sociología de manual—, se ha erigido a Roca como chivo expiatorio del orden liberal del siglo XIX. Se lo presenta como el factótum de una Argentina organizada en beneficio exclusivo de la oligarquía terrateniente, el arquitecto de un país arrodillado ante intereses extranjeros y el ejecutor frío de una política de exterminio étnico. Y todo ello se hace con una ligereza que bordea la irresponsabilidad intelectual: se lo juzga con parámetros contemporáneos, desatendiendo por completo el contexto geopolítico, ideológico y estratégico del tiempo que le tocó gobernar.
Pero lo más grave no es la ignorancia, es la intención. Esta tendencia no es solo un error; en muchos casos, es una tergiversación consciente. Una operación política que pretende, mediante esa condena solemne, romper los lazos históricos entre el pueblo argentino y su propio proceso de construcción nacional. Porque al condenar a Roca con los ojos del presente, lo que se oculta —deliberadamente— es el hecho concreto de que fue él, y no otro, quien ejecutó el acto fundacional del Estado moderno argentino. Fue Roca quien llevó el poder del Estado allí donde antes imperaba el vacío, la anarquía o la proyección del enclave británico. Fue Roca quien clausuró, por la vía de los hechos, el proceso de fragmentación heredado de la disolución del Virreinato.
Despojar a Roca de su dimensión histórica es, en última instancia, degollar la inteligencia nacional, es regalarle el juicio de nuestra historia a una progresía que, entre el lloriqueo multiculturalista y el infantilismo revolucionario, prefiere una Argentina abstracta, moralmente pura, pero política y territorialmente inviable. La de Roca, con sus luces y sombras, fue la estrategia de la unidad nacional, lo demás es literatura del resentimiento y el prejuicio.
Osvaldo Bayer: entre el anarquismo romántico y la negación del Estado Nación.
En el altar laico -no religioso ni espiritual, sino de devoción casi secular- de cierta progresía argentina, Osvaldo Bayer ocupa un sitio privilegiado. Autoproclamado defensor de los pueblos originarios, romántico de la anarquía y profeta del antiestatismo, su figura se ha transformado en emblema de una izquierda sin proyecto de poder, enemiga histórica del Estado nacional.
Pero el anarquismo que Bayer profesa no es una mera filosofía ultra libertaria: es una impugnación total al Estado como forma de organización histórica. En nombre de una libertad absoluta -que sólo existe en los libros o en las catacumbas de la impotencia política-, rechazó todo intento de centralización institucional, incluso cuando éste brotó del sufragio popular o del impulso emancipador de las masas, un buen 17 de octubre de 1945. De allí su desprecio por el peronismo. Y de allí también su obsesiva condena a Julio Argentino Roca, a quien convirtió en símbolo de todos los males del Estado: militarismo, oligarquía, centralismo, racismo, represión.
La campaña del Desierto fue, para Bayer, un acto de genocidio sin matices. Ignoró deliberadamente que la Argentina de fines del siglo XIX era un territorio fracturado, vulnerable, acechado por potencias extranjeras, y atravesado por conflictos internos. Negó la dimensión estratégica de una guerra necesaria para consolidar la unidad nacional. Y lo hizo desde un pedestal moral que, aunque emotivo, renunciaba a comprender la política como conflicto entre fuerzas reales. Su historiografía, más que una crítica, fue una cruzada ideológica, y su anarquismo romántico útil al desarme cultural que dinamiza el progresismo y celebra el liberalismo.
Lo paradójico es que en su rechazo a toda forma de Estado, Bayer terminó alimentando una narrativa útil a la fragmentación nacional. La exaltación de comunidades sin Nación, de autonomías sin centro, de resistencias sin proyecto, terminó por configurar una historia en la que la Argentina concreta -con sus contradicciones, su mestizaje y su drama- era reemplazada por una insoportable utopía imposible.
Bayer fue, en definitiva, el historiador de una Argentina que no fue, ni podía ser. Su prédica puede conmover a los espíritus sensibles y bienpensantes, pero no construye soberanía ni produce destino, todo lo contrario. Por eso atacó con similar saña a Roca y a Perón, porque ambos -con sus diferencias, y cada uno en su siglo- compartieron una convicción fundante que él jamás obtuvo. Ambos creyeron en un Estado nacional fuerte, vertebrador de la patria grande, constructor de integración frente al caos de las guerras intestinas. Básicamente, todo lo que su anarquismo doctrinario le impedía tolerar.
Roca como etapa fundante del proyecto nacional.
Comprender al roquismo no es exculpar, es entender que fue el punto de partida de la Nación, ya que su gobierno representó la clausura definitiva de la fragmentación heredada de las guerras civiles y el inicio de una organización estatal capaz de proyectar soberanía hacia el interior y hacia el mundo, en una muy importante política del espacio. El roquismo fue la bisagra entre la anarquía de los bloques provinciales y la Argentina moderna y unificada. Sin ese Estado fuerte -centralizado, organizado y armado—-no habría existido ni yrigoyenismo, ni peronismo, ni posibilidad histórica de desarrollo autónomo. Porque el movimiento nacional no brota del éter, sino que se despliega sobre estructuras previas y experiencias evidentemente más conservadoras. Y a esa estructura la creó Roca y la fortaleció Perón.
¿De dónde creen que salió Perón, sino del Ejército nacional que fundó Roca?
Quienes repudian a Roca mientras se proclaman peronistas no entienden que el tuétano del peronismo -el Ejército en estrecha alianza con el pueblo y los trabajadores como estructura nacional y popular- fue posible porque antes hubo un proyecto de unificación territorial, institucional y militar. Sin Roca no hay Ejército nacional, sin Ejército no hay Perón, y sin Perón, la Argentina no hubiera transitado la experiencia de la justicia social, ni de la soberanía política, ni de la independencia económica, que es el norte y la pretensión de nuestra lucha política actual.
Negar esa etapa es amputar el proceso histórico de sus fundamentos, es querer cosechar sin sembrar. Por eso, comprender a Roca es condición para reconstruir un proyecto de Nación. Sin Estado no hay pueblo, sin Roca, no habría historia argentina, solo provincias sueltas, lenguas extranjeras y un mapa regalado al Imperio.
La incomprensión progresista: entre la moralina y la claudicación.
Tal vez la impotencia política del progresismo argentino sea su desconexión con la historia real y su afán por juzgar el pasado con los valores del presente que termina arrasando con toda posibilidad de comprensión, a la vez que creen ser la medida de todas las cosas para juzgarlas. Se refugian en un purismo sin pueblo, en un sentimentalismo sin estrategia. Y así, condenan a Roca como símbolo de todo lo indeseable, sin asumir que fue precisamente ese Estado -nacido del conflicto y no del consenso académico- el que hizo posible la Argentina.
Osvaldo Bayer, convertido en tótem de ese progresismo culposo, fue el abanderado de una cruzada contra el Estado nacional, y desde su anarquismo romántico, puso a Roca en el banquillo y dictó sentencia moral. Pero en el mundo, ¿Quién hizo historia sin cometer actos cuestionables? Si ese es el criterio, detengan la rotativa de la historia, caen San Martín, Bolívar… ¡y hasta Jesucristo!. Pero la historia no se rige por la ética de los deseos, sino por la dialéctica de las fuerzas. Y en esa historia concreta, real, contradictoria, Roca fue un constructor.
Osvaldo Bayer nunca tuvo reparos en ensañarse con Julio Argentino Roca, pero jamás dirigió una línea de condena seria contra Bartolomé Mitre, verdadero arquitecto de la subordinación argentina al Imperio británico. A Mitre -el mismo que entregó el país, falseó la historia y arrastró a la Nación a guerras al servicio de intereses extranjeros vía balcanización-, Bayer lo dejó intacto, subido a sus estatuas y blindado por el bronce liberal.
Sin embargo, a Roca lo crucificó por consolidar militarmente el territorio, resistir la disgregación, y sí, combatir a los pueblos originarios en un contexto histórico brutal, donde no existía aún el romanticismo etnográfico de la academia moderna.
¿O acaso hubo algún gobierno del siglo XIX —unitario, federal o liberal— que no librara guerras contra los pueblos originarios? ¿Hubo alguno que no se apoyara en la fuerza para ordenar el caos territorial heredado del derrumbe virreinal? La diferencia no está en el método, sino en el proyecto. Mitre actuó al servicio de la fragmentación continental; Roca, en función de un Estado nacional. Esa es la verdad que Bayer prefirió callar.
El error ideológico de Bayer no habilita la brutalidad de Milei al arrasar con su monumento. La historia se discute con pensamiento, no con demolición. Y fue justamente el intento de arrasar con todo lo que nos abrió esta oportunidad de debatir y afirmar que Roca fue mucho, muchísimo más que lo que dicen los manuales escolares redactados desde cátedras liberales de izquierda o de derecha. Fue más que un general, más que un presidente, fue el actor político fundador de la Argentina moderna. No comprenderlo es seguir extraviados en el laberinto binario de la historia trastocada. Negar a Roca es elegir la impotencia como destino.


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